Al verse Jesús rodeado de tanta gente, dio órdenes de cruzar el lago.
Entonces se le acercó un escriba, y le dijo: «Maestro, yo te seguiré adondequiera que vayas.»
Jesús le dijo: «Las zorras tienen guaridas, y las aves del cielo tienen nidos, pero el Hijo del Hombre no tiene dónde recostar su cabeza.»
Otro de sus discípulos le dijo: «Señor, permíteme ir primero a enterrar a mi padre.»
Jesús le dijo: «Sígueme, y deja que los muertos entierren a sus muertos.»
Luego subió a la barca, y sus discípulos lo siguieron.
En esto se levantó en el lago una tempestad tan grande que las olas cubrían la barca, pero él dormía.
Sus discípulos lo despertaron y le dijeron: «¡Señor, sálvanos, que estamos por naufragar!»
Él les dijo: «¿Por qué tienen miedo, hombres de poca fe?» Entonces se levantó, reprendió al viento y a las aguas, y sobrevino una calma impresionante.
Y esos hombres se quedaron asombrados, y decían: «¿Qué clase de hombre es este, que hasta el viento y las aguas lo obedecen?»
Cuando llegó a la otra orilla, que era la tierra de los gadarenos, dos endemoniados salieron de entre los sepulcros y se le acercaron. Eran tan feroces que nadie se atrevía a pasar por aquel camino.
Y entre gritos le dijeron: «Hijo de Dios, ¿qué tienes que ver con nosotros? ¿Has venido a atormentarnos antes de tiempo?»
Lejos de ellos había un hato de muchos cerdos, que pacían.
Y los demonios le rogaron: «Si nos expulsas, permítenos ir a aquel hato de cerdos.»
Él les dijo: «Vayan.» Ellos salieron, y se fueron a los cerdos, y todo el hato se lanzó al lago por un despeñadero, y perecieron ahogados.
Los que cuidaban de los cerdos huyeron y fueron corriendo a la ciudad, y allí contaron todas estas cosas, incluso lo que había pasado con los endemoniados.
Y todos en la ciudad fueron a ver a Jesús y, cuando lo encontraron, le rogaron que se fuera de sus contornos.