Al llegar a la región de Cesarea de Filipo, Jesús preguntó a sus discípulos: «¿Quién dice la gente que es el Hijo del Hombre?»
Ellos dijeron: «Unos dicen que es Juan el Bautista; otros, que es Elías; y otros, que es Jeremías o alguno de los profetas.»
Él les preguntó: «Y ustedes, ¿quién dicen que soy yo?»
Simón Pedro respondió: «¡Tú eres el Cristo, el Hijo del Dios viviente!»
Entonces Jesús le dijo: «Bienaventurado eres, Simón, hijo de Jonás, porque no te lo reveló ningún mortal, sino mi Padre que está en los cielos.
Y yo te digo que tú eres Pedro, y sobre esta roca edificaré mi iglesia, y las puertas del Hades no podrán vencerla.
A ti te daré las llaves del reino de los cielos. Todo lo que ates en la tierra será atado en los cielos, y todo lo que desates en la tierra será desatado en los cielos.»
Entonces mandó a sus discípulos que no dijeran a nadie que él era Jesús, el Cristo.
Desde entonces Jesús comenzó a explicar a sus discípulos que él debía ir a Jerusalén y padecer mucho a manos de los ancianos, de los principales sacerdotes y de los escribas, y morir, y resucitar al tercer día.
Pedro lo llevó aparte y comenzó a reconvenirlo: «Señor, ¡ten compasión de ti mismo! ¡Que esto jamás te suceda!»
Pero él se volvió y le dijo a Pedro: «¡Aléjate de mi vista, Satanás! ¡Me eres un tropiezo! ¡Tú no piensas en las cosas de Dios, sino en cuestiones humanas!»
A sus discípulos Jesús les dijo: «Si alguno quiere seguirme, niéguese a sí mismo, tome su cruz, y sígame.
Porque todo el que quiera salvar su vida, la perderá; y todo el que pierda su vida por causa de mí, la hallará.
Porque ¿de qué le sirve a uno ganarse todo el mundo, si pierde su alma? ¿O qué puede dar uno a cambio de su alma?
Porque el Hijo del Hombre vendrá en la gloria de su Padre con sus ángeles, y entonces pagará a cada uno conforme a sus obras.