Jesús dijo a sus discípulos: «Es imposible que no vengan tropiezos, pero ¡ay de aquel por quien vengan!
Más le valdría que le colgaran al cuello una piedra de molino, y que lo arrojaran al mar, que servir de tropiezo a uno solo de estos pequeñitos.
Así que, ¡tengan cuidado! Si tu hermano peca contra ti, repréndelo; y si se arrepiente, perdónalo.
Si en un solo día peca siete veces contra ti, y siete veces vuelve a ti el mismo día y te dice: “Me arrepiento”, perdónalo.»
Los apóstoles le dijeron al Señor: «Auméntanos la fe.»
Entonces el Señor les dijo: «Si ustedes tuvieran fe del tamaño de un grano de mostaza, podrían decirle a este sicómoro: “Desarráigate, y plántate en el mar”, y el sicómoro los obedecería.
»Si alguno de ustedes tiene un siervo que ara o apacienta el ganado, ¿acaso cuando él vuelve del campo le dice: “Pasa y siéntate a la mesa”?
¡No! Más bien, le dice: “Prepárame la cena, y arréglate la ropa para servirme mientras yo como y bebo. Después podrás comer y beber tú.”
¿Y acaso se le agradece al siervo el hacer lo que se le ordena?
Así también ustedes, cuando hayan hecho todo lo que se les ha ordenado, digan: “Somos siervos inútiles, no hemos hecho más que cumplir con nuestro deber.”»
En su camino a Jerusalén, Jesús pasó entre Samaria y Galilea.
Al entrar en una aldea, le salieron al encuentro diez leprosos, los cuales se quedaron a cierta distancia de él,
y levantando la voz le dijeron: «¡Jesús, Maestro, ten compasión de nosotros!»
Cuando él los vio, les dijo: «Vayan y preséntense ante los sacerdotes.» Y sucedió que, mientras ellos iban de camino, quedaron limpios.
Entonces uno de ellos, al ver que había sido sanado, volvió alabando a Dios a voz en cuello,
y rostro en tierra se arrojó a los pies de Jesús y le dio las gracias. Este hombre era samaritano.
Jesús dijo: «¿No eran diez los que fueron limpiados? ¿Dónde están los otros nueve?
¿No hubo quien volviera y alabara a Dios sino este extranjero?»
Y al samaritano le dijo: «Levántate y vete. Tu fe te ha salvado.»