Un día en que Zacarías oficiaba como sacerdote delante de Dios, pues le había llegado el turno a su grupo,
le tocó en suerte entrar en el santuario del Señor para ofrecer incienso, conforme a la costumbre del sacerdocio.
Mientras se quemaba el incienso, todo el pueblo estaba orando afuera.
En eso, un ángel del Señor se le apareció a Zacarías. Estaba parado a la derecha del altar del incienso.
Cuando Zacarías lo vio, se desconcertó y le sobrevino un gran temor;
pero el ángel le dijo: «Zacarías, no tengas miedo, porque tu oración ha sido escuchada. Tu esposa Elisabet te dará un hijo, y tú le pondrás por nombre Juan.
Tendrás gozo y alegría, y muchos se regocijarán de su nacimiento,
pues ante Dios será un hombre muy importante. No beberá vino ni licor, y tendrá la plenitud del Espíritu Santo desde antes de nacer.
Él hará que muchos de los hijos de Israel se vuelvan al Señor su Dios,
y lo precederá con el espíritu y el poder de Elías, para hacer que los padres se reconcilien con sus hijos, y para llevar a los desobedientes a obtener la sabiduría de los justos. Así preparará bien al pueblo para recibir al Señor.»
Zacarías le preguntó al ángel: «¿Y cómo voy a saber que esto será así? ¡Yo estoy ya muy viejo, y mi esposa es de edad avanzada!»
El ángel le respondió: «Yo soy Gabriel, y estoy en presencia de Dios. He sido enviado a hablar contigo para comunicarte estas buenas noticias.
Pero como no has creído mis palabras, las cuales se cumplirán a su debido tiempo, ahora vas a quedarte mudo, y no podrás hablar hasta el día en que esto suceda.»
Mientras tanto, el pueblo esperaba a que saliera Zacarías, extrañados de que se tardara tanto en el santuario.
Pero cuando salió y no les podía hablar, comprendieron que habría tenido una visión en el santuario, pues les hablaba por señas y seguía mudo.
Cuando terminaron los días de su ministerio, Zacarías se fue a su casa.
Días después, su esposa Elisabet quedó encinta y se recluyó en su casa durante cinco meses, pues decía:
«El Señor ha actuado así conmigo para que ya no tenga nada de qué avergonzarme ante nadie.»