Al octavo día fueron para circuncidar al niño, y querían ponerle el nombre de su padre, Zacarías.
Pero su madre dijo: «No, va a llamarse Juan.»
Le preguntaron: «¿Por qué? ¡No hay nadie en tu familia que se llame así!»
Luego le preguntaron a su padre, por señas, qué nombre quería ponerle.
Zacarías pidió una tablilla y escribió: «Su nombre es Juan.» Y todos se quedaron asombrados.
En ese mismo instante, a Zacarías se le destrabó la lengua y comenzó a hablar y a bendecir a Dios.
Todos sus vecinos se llenaron de temor, y todo esto se divulgó por todas las montañas de Judea.
Todos los que oían esto se ponían a pensar, y se preguntaban: «¿Qué va a ser de este niño?» Y es que la mano del Señor estaba con él.
Lleno del Espíritu Santo, Zacarías, su padre, profetizó:
«Bendito sea el Señor, Dios de Israel,
porque ha venido a redimir a su pueblo.
Nos ha levantado un poderoso Salvador
en la casa de David, su siervo,
tal y como lo anunció en el pasado
por medio de sus santos profetas:
“Salvación de nuestros enemigos,
y del poder de los que nos odian.”
Mostró su misericordia a nuestros padres,
y se acordó de su santo pacto,
de su juramento a nuestro padre Abrahán:
Prometió que nos concedería
ser liberados de nuestros enemigos,
para poder servirle sin temor,
en santidad y en justicia
todos nuestros días delante de él.
Y a ti, niño, te llamarán “Profeta del Altísimo”,
porque irás precediendo al Señor
para preparar sus caminos.
Darás a conocer a su pueblo la salvación
y el perdón de sus pecados,
por la entrañable misericordia de nuestro Dios.
La aurora nos visitó desde lo alto,
para alumbrar a los que viven en tinieblas
y en medio de sombras de muerte;
para encaminarnos por la senda de la paz.»
El niño fue creciendo y fortaleciéndose en espíritu, y vivió en lugares apartados hasta el día en que se presentó públicamente a Israel.