En el principio ya existía la Palabra.
La Palabra estaba con Dios,
y Dios mismo era la Palabra.
En el principio, la Palabra estaba con Dios.
Por la Palabra fueron hechas todas las cosas.
Sin la Palabra nada fue hecho
de lo que ha sido hecho.
En la Palabra estaba la vida,
y la vida era la luz de la humanidad.
La luz resplandece en las tinieblas,
y las tinieblas no prevalecieron contra ella.
Hubo un hombre enviado de Dios, el cual se llamaba Juan.
Este vino por testimonio, para dar testimonio de la luz, a fin de que todos creyeran por él.
Él no era la luz, sino que vino para dar testimonio de la luz.
La Palabra, la luz verdadera,
la que alumbra a toda la humanidad,
venía a este mundo.
La Palabra estaba en el mundo,
y por la Palabra el mundo fue hecho,
pero el mundo no la conoció.
La Palabra vino a lo suyo,
pero los suyos no la recibieron.
Pero a todos los que recibieron la Palabra,
a los que creen en su nombre,
les dio la potestad de ser hechos hijos de Dios;
los cuales no son engendrados de sangre,
ni de voluntad de carne,
ni de voluntad de varón,
sino de Dios.
Y la Palabra se hizo carne,
y habitó entre nosotros, y vimos su gloria
(la gloria que corresponde al unigénito del Padre),
en plenitud de gracia y de verdad.
De la Palabra Juan dio testimonio, y clamó diciendo: «De aquel que es la Palabra es de quien yo decía: “Viene después de mí, pero es anterior a mí; porque ya existía antes que yo.”»
Ciertamente de su plenitud tomamos todos,
y gracia sobre gracia.
La ley fue dada por medio de Moisés,
pero la gracia y la verdad vinieron
por medio de Jesucristo.
A Dios nadie lo vio jamás;
quien lo ha dado a conocer es el Hijo unigénito,
que está en el seno del Padre.