Que no haya entre ustedes ningún libertino ni profano, como Esaú, que por una sola comida vendió su primogenitura. Ya ustedes saben que después, aunque deseaba heredar la bendición, fue rechazado y no tuvo ya la oportunidad de arrepentirse, aun cuando con lágrimas buscó la bendición. Ustedes no se han acercado a aquel monte que se podía tocar y que ardía en llamas, ni tampoco a la oscuridad, a las tinieblas y a la tempestad, ni al sonido de la trompeta, ni a la voz que hablaba, y que quienes la oyeron rogaban que no les hablara más porque no podían sobrellevar lo que se les ordenaba: «Incluso si una bestia toca el monte, será apedreada o atravesada con una lanza». Lo que se veía era tan terrible, que Moisés dijo: «Estoy temblando de miedo». Ustedes, por el contrario, se han acercado al monte Sión, a la celestial Jerusalén, ciudad del Dios vivo, y a una incontable muchedumbre de ángeles, a la congregación de los primogénitos que están inscritos en los cielos, a Dios, el Juez de todos, a los espíritus de los justos que han sido hechos perfectos, a Jesús, el Mediador del nuevo pacto, y a la sangre rociada que habla mejor que la de Abel.
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