Por la fe, cayeron las murallas de Jericó después de rodearlas siete días.
Por la fe, la ramera Rajab no murió junto con los desobedientes, pues había recibido en paz a los espías.
¿Y qué más puedo decir? Tiempo me faltaría para hablar de Gedeón, de Barac, de Sansón, de Jefté, de David, así como de Samuel y de los profetas,
que por la fe conquistaron reinos, impartieron justicia, alcanzaron promesas, taparon bocas de leones,
apagaron fuegos impetuosos, escaparon del filo de la espada, sacaron fuerzas de flaqueza, llegaron a ser poderosos en batallas y pusieron en fuga a ejércitos extranjeros.
Hubo mujeres que por medio de la resurrección recuperaron a sus muertos. Pero otros fueron atormentados, y no aceptaron ser liberados porque esperaban obtener una mejor resurrección.
Otros sufrieron burlas y azotes, y hasta cadenas y cárceles.
Fueron apedreados, aserrados, puestos a prueba, muertos a filo de espada; anduvieron de un lado a otro cubiertos de pieles de oveja y de cabra, pobres, angustiados y maltratados.
Estos hombres, de los que el mundo no era digno, anduvieron errantes por los desiertos, por los montes, por las cuevas y por las cavernas de la tierra.
Y aunque por medio de la fe todos ellos fueron reconocidos y aprobados, no recibieron lo prometido.
Todo esto sucedió para que ellos no fueran perfeccionados aparte de nosotros, pues Dios había preparado algo mejor para nosotros.