Pero Sara vio que el hijo que Agar, la egipcia, le había dado a luz a Abrahán se burlaba de su hijo, así que le dijo a Abrahán: «Despide a esta sierva y a su hijo, porque el hijo de una sierva no va a compartir la herencia con mi hijo Isaac.» Estas palabras le parecieron muy preocupantes a Abrahán, por causa de su hijo. Pero Dios le dijo a Abrahán: «No te preocupes demasiado por causa del niño ni de tu sierva. Hazle caso a Sara en todo lo que te diga, pues por medio de Isaac te vendrá descendencia; aunque también del hijo de la sierva haré una nación, porque es descendiente tuyo.» Al día siguiente Abrahán madrugó, tomó pan y un odre con agua, y luego de ponérselo a Agar en el hombro, le entregó el niño y la despidió. Y ella salió y anduvo sin rumbo fijo por el desierto de Berseba. Cuando le faltó agua al odre, tendió al niño bajo un arbusto y fue a sentarse frente a él a la distancia de un tiro de arco, pues decía: «No quiero ver cuando el niño muera.» Ya sentada frente a él, prorrumpió en llanto. Pero Dios oyó la voz del niño. Entonces el ángel de Dios llamó a Agar desde el cielo, y le dijo: «¿Qué te pasa, Agar? No tengas miedo, que Dios ha oído la voz del niño ahí donde está. Vamos, levanta al niño y sosténlo de la mano, porque yo haré de él una gran nación.» Y Dios le abrió los ojos, y ella vio un manantial; entonces fue y llenó el odre con agua, y le dio de beber al niño.
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