Cuando el faraón dejó ir a los israelitas, Dios no los llevó por el camino de la tierra de los filisteos, que estaba cerca; porque pensó: «No vaya a ser que haya guerra, y el pueblo se arrepienta de haber salido y se regrese a Egipto.» Más bien, Dios los hizo dar un rodeo por el camino del desierto del Mar Rojo. De Egipto, los hijos de Israel salieron armados. Moisés, por su parte, se llevó los huesos de José, pues él había hecho que los hijos de Israel se comprometieran con él cuando les dijo: «Ciertamente Dios vendrá a visitarlos. Cuando eso sea, ustedes se llevarán de aquí mis huesos.» Los israelitas partieron de Sucot y acamparon en Etam, que es donde comienza el desierto. Durante el día, el Señor iba delante de ellos y los guiaba mediante una columna de nube; durante la noche, los alumbraba con una columna de fuego. Así podían avanzar de día y de noche, y en ningún momento del día se apartó de ellos la columna de nube, ni tampoco de noche se apartó la columna de fuego.
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