Enseguida trajeron una piedra y la pusieron sobre la entrada del foso, y el rey la selló con su anillo y con el anillo de sus príncipes, para que la orden acerca de Daniel no fuera alterada. Después de eso, el rey se fue a su palacio y se acostó sin comer nada. Tampoco permitió que tocaran para él instrumentos de música, y hasta el sueño se le fue. Muy de mañana, el rey se levantó y lo primero que hizo fue dirigirse al foso de los leones. Cuando estuvo cerca del foso, con voz triste pero fuerte llamó a Daniel y le dijo: «Daniel, siervo del Dios viviente, a quien tú sirves sin cesar, dime: ¿pudo tu Dios librarte de los leones?» Daniel le respondió: «¡Que viva Su Majestad para siempre! Mi Dios envió a su ángel para que cerrara las fauces de los leones y no me hicieran daño. Y es que delante de Dios soy inocente, y aun delante de Su Majestad, pues no he cometido ningún mal.» Al escucharlo, el rey se alegró mucho, y mandó que sacaran del foso a Daniel. Y cuando lo sacaron, salió ileso porque había confiado en su Dios. Entonces el rey mandó traer a los que habían acusado a Daniel, y que los arrojaran al foso de los leones junto con sus hijos y sus mujeres. Y aún no habían llegado al fondo del foso cuando los leones ya se habían lanzado sobre ellos y les habían despedazado todos los huesos. Después, el rey Darío escribió lo siguiente para todos los pueblos, naciones y lenguas que habitaban en el país: «Que la paz les sea multiplicada. Con este decreto ordeno que, en toda la extensión de mi reino, todos teman y tiemblen ante la presencia del Dios de Daniel. Porque él es el Dios viviente; él permanece por todos los siglos, y su reino no será jamás destruido. ¡Su dominio perdurará hasta el fin!
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