Ananías fue y, una vez dentro de la casa, le impuso las manos y le dijo: «Hermano Saulo, el Señor Jesús, que se te apareció en el camino por donde venías, me ha enviado para que recobres la vista y seas lleno del Espíritu Santo.»
Al momento, de los ojos de Saulo cayó algo que parecían escamas, y este recibió la vista. Luego que se levantó, fue bautizado;
y después de comer recobró las fuerzas y durante algunos días se quedó con los discípulos que estaban en Damasco.
Enseguida Pablo comenzó a predicar en las sinagogas, donde afirmaba que Jesús era el Hijo de Dios.
Todos los que lo oían predicar se quedaban atónitos, y decían: «¿Acaso no es este el que exterminaba en Jerusalén a los que invocaban el nombre de Jesús? ¿No es verdad que vino acá para aprehenderlos y llevarlos ante los principales sacerdotes?»
Pero Saulo iba cobrando más fuerza, y confundía a los judíos que vivían en Damasco al demostrarles que Jesús era el Cristo.
Después de algún tiempo los judíos se reunieron en consejo y resolvieron matarlo,
así que día y noche hacían guardia a la entrada de la ciudad para matarlo. Pero Pablo se enteró de sus planes,
y una noche los discípulos lo pusieron dentro de una canasta y lo bajaron por la muralla de la ciudad.
Cuando Saulo llegó a Jerusalén, tuvo la intención de reunirse con los discípulos; pero todos le tenían miedo porque no creían que fuera uno de ellos.
Entonces Bernabé se encargó de llevar a Saulo ante los apóstoles, y allí les contó cómo Saulo había visto al Señor en el camino, cómo había hablado con él, y con qué valor había predicado en Damasco en el nombre de Jesús.
Desde entonces Pablo pudo quedarse en Jerusalén con los apóstoles, y entraba y salía de la ciudad,
y hablaba con los griegos y debatía con ellos, pero estos trataban de matarlo.
Cuando los hermanos supieron esto, lo llevaron hasta Cesarea y lo enviaron a Tarso.
Mientras tanto, las iglesias en toda Judea, Galilea y Samaria vivían en paz y eran edificadas en el temor del Señor, y su número iba en aumento por la fuerza del Espíritu Santo.
Pedro visitaba a todos los hermanos, así que también visitó a los santos que vivían en Lida.
Allí había un hombre llamado Eneas, que tenía ocho años de estar en cama, pues era paralítico.
Cuando Pedro lo vio, le dijo: «Eneas, Jesucristo te ha sanado. Levántate y arréglate.» Y Eneas se levantó enseguida.
Al ver esto, los habitantes de Lida y de Sarón se convirtieron al Señor.
En Jope había una discípula llamada Tabitá, es decir, Dorcas. Tabitá siempre hacía muchas buenas obras y ayudaba mucho a la gente pobre.
Pero sucedió que en esos días se enfermó y murió. Entonces lavaron su cadáver, y luego lo pusieron en una sala.
Como Lida estaba cerca de Jope, los discípulos supieron que Pedro estaba allí; entonces enviaron a dos hombres para pedirle que fuera a Jope urgentemente.
Pedro se levantó y se fue con ellos. Cuando llegó, lo llevaron a la sala. Allí, todas las viudas lo rodearon y, mientras lloraban, le mostraron las túnicas y los vestidos que Dorcas había hecho cuando vivía.
Entonces Pedro pidió que salieran todos; luego se puso de rodillas y, dirigiéndose al cuerpo, oró y dijo: «Tabitá, ¡levántate!» Ella abrió los ojos y, cuando vio a Pedro, se puso de pie.
Pedro le dio la mano y la levantó; luego llamó a los santos y a las viudas, y les entregó viva a Tabitá.
Esto llegó a saberse en toda Jope, y muchos creyeron en el Señor.
Durante muchos días Pedro se quedó en Jope, en la casa de un curtidor llamado Simón.