Un día, Pedro y Juan subían juntos al templo. Eran las tres de la tarde, es decir, el momento de la oración,
y vieron allí a un hombre cojo de nacimiento. Todos los días era puesto a la entrada del templo, en la puerta llamada «la Hermosa», para pedirles limosna a los que entraban en el templo.
Cuando el cojo vio que Pedro y Juan estaban por entrar, les rogó que le dieran limosna.
Entonces Pedro, que estaba con Juan, fijó la mirada en el cojo y le dijo: «¡Míranos!»
El cojo se les quedó mirando, porque esperaba que ellos le dieran algo,
pero Pedro le dijo: «No tengo oro ni plata, pero de lo que tengo te doy. En el nombre de Jesucristo de Nazaret, ¡levántate y anda!»
Y tomándolo de la mano derecha, lo levantó, ¡y al momento se le afirmaron los pies y los tobillos!
El cojo se puso en pie de un salto, y se echó a andar; luego entró con ellos en el templo, mientras saltaba y alababa a Dios.
Todo el pueblo lo vio andar y alabar a Dios,
y lo reconocían como el cojo que se sentaba a pedir limosna a la entrada del templo, en la puerta «la Hermosa», y se quedaban admirados y asombrados por lo que le había sucedido al cojo.
Mientras el cojo que había sido sanado no soltaba a Pedro ni a Juan, todo el pueblo fue al pórtico llamado «de Salomón», y sin salir de su asombro se acercó a ellos.
Cuando Pedro los vio, les dijo: «Varones israelitas, ¿qué es lo que les asombra? ¿Por qué nos ven como si por nuestro poder o piedad hubiéramos hecho que este hombre camine?
El Dios de Abrahán, de Isaac y de Jacob, que es el Dios de nuestros antepasados, ha glorificado a su Hijo Jesús, a quien ustedes entregaron y negaron delante de Pilato, cuando este ya había resuelto ponerlo en libertad.
Pero ustedes negaron al Santo y Justo, y pidieron que se les entregara un homicida.
Fue así como mataron al Autor de la vida, a quien Dios resucitó de los muertos. De eso nosotros somos testigos