Al día siguiente, salimos y nos dirigimos a Cesarea; allí nos hospedamos en casa de Felipe el evangelista, que era uno de los siete y que tenía cuatro hijas doncellas que profetizaban. Durante los días que allí permanecimos, un profeta llamado Agabo llegó de Judea, pues venía a vernos. Agabo tomó el cinto de Pablo, se ató con él las manos y los pies, y dijo: «El Espíritu Santo ha dicho: “Así atarán los judíos en Jerusalén al dueño de este cinto, y lo entregarán a los no judíos.”» Al oír esto, nosotros y los de Cesarea le rogamos a Pablo que no fuera a Jerusalén. Pero Pablo respondió: «¿Por qué lloran? ¡Se me parte el corazón! Por el nombre del Señor Jesús, yo estoy dispuesto no solo a que me aten, sino a que me maten en Jerusalén.» Como no pudimos convencerlo, dejamos de insistir y le dijimos: «¡Que se haga la voluntad del Señor!» Días después hicimos los preparativos y subimos a Jerusalén. Algunos de los discípulos de Cesarea nos acompañaron; consigo llevaron a Mnasón, un antiguo discípulo de Chipre, en cuya casa nos hospedaríamos. Cuando llegamos a Jerusalén, los hermanos nos recibieron con mucho gozo.
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