Dios, por medio de Pablo, hacía milagros tan extraordinarios
que muchos le llevaban los paños o delantales de los enfermos, y las enfermedades desaparecían y la gente quedaba libre de espíritus malignos.
Andaban por ahí algunos judíos exorcistas, que intentaban invocar el nombre del Señor Jesús sobre los que tenían espíritus malignos. Les decían: «En el nombre de Jesús, a quien Pablo predica, les ordenamos salir.»
Los que hacían esto eran los siete hijos de un judío llamado Esceva, que era jefe de los sacerdotes;
pero el espíritu maligno les respondió: «Yo sé quién es Jesús, y sé también quién es Pablo; pero ustedes, ¿quiénes son?»
Dicho esto, el hombre que tenía el espíritu malo se arrojó sobre ellos; y los derribó con tanta fuerza que los hizo huir desnudos y heridos.
Esto lo supieron todos los habitantes de Éfeso, tanto judíos como griegos, y les entró mucho temor, pero magnificaban el nombre del Señor Jesús.
Muchos de los que habían creído venían y confesaban sus malas prácticas.
De igual manera, muchos de los que practicaban la magia llevaron sus libros y los quemaron delante de todos. ¡Y el precio de esos libros era de cincuenta mil monedas de plata!
Y fue así como la palabra del Señor fue extendiéndose y difundiéndose con mucha fuerza.
Cuando Pablo vio esto, le pareció que luego de visitar Macedonia y Acaya debía ir a Jerusalén. Decía: «Después de estar allí, tengo que ir a Roma y ver qué pasa allá.»
Envió entonces a Macedonia a Timoteo y Erasto, que eran dos de sus ayudantes, pero él se quedó por algún tiempo en Asia.
Por esos días hubo un gran disturbio por causa de las enseñanzas del Camino.
Resulta que un platero llamado Demetrio hacía réplicas en plata del templo de la diosa Diana, con lo cual ganaban mucho dinero los artífices.
Demetrio reunió a los obreros y les dijo: «Amigos míos, ustedes saben que este oficio es para nosotros una buena fuente de ingresos.
Pero como han visto y sabido, Pablo ha persuadido a mucha gente de que no son dioses los que hacemos con nuestras manos. De esto ha convencido a mucha gente, no solo en Éfeso sino en casi toda Asia.
Esto no solo desacredita y pone en peligro nuestro negocio, sino también al templo de la gran diosa Diana, que es venerada en toda la provincia de Asia y en el mundo entero. ¡Esto la despoja de su divinidad y majestad!»
Cuando los artesanos oyeron esto, se llenaron de ira y gritaron: «¡Grande es Diana de los efesios!»
La ciudad entera se llenó de confusión, así que todos se fueron al teatro y se llevaron a rastras a Gayo y Aristarco, los compañeros macedonios de Pablo.
Pablo intentó enfrentarse al pueblo, pero los discípulos no lo dejaron.
También algunas de las autoridades de Asia, que eran sus amigos, le enviaron un mensaje, en el que le rogaban que no se presentara en el teatro.
Era tal la confusión entre la concurrencia que unos gritaban una cosa, y otros, otra; aunque la mayoría no sabía para qué se habían reunido.
De entre la multitud, los judíos sacaron a empujones a un tal Alejandro, que a señas pidió silencio, pues quería presentar su defensa ante el pueblo;
pero cuando supieron que era judío, todos a una voz gritaron durante casi dos horas: «¡Grande es Diana de los efesios!»
Una vez que la multitud se apaciguó, el escribano dijo: «Varones efesios, ¿quién no sabe que la ciudad de Éfeso es guardiana del templo de la gran diosa Diana, y de la imagen que cayó del cielo?
Esto nadie lo puede contradecir. Lo que ustedes deben hacer es calmarse y no actuar con precipitación.
Han traído ustedes a estos hombres, que no han profanado ni ofendido a nuestra diosa.
Si Demetrio y sus artífices tienen motivo de queja contra alguno, tenemos tribunales, y también procónsules. Ante ellos pueden presentar su acusación.
Y si tienen alguna otra demanda, eso puede resolverse en una asamblea legalmente constituida.
Por sucesos como el de hoy, corremos el riesgo de que se nos acuse de sedición, ya que nada justifica una reunión como esta.»
Dicho esto, el escribano disolvió la asamblea.