A la entrada de la ciudad había cuatro leprosos, que se decían el uno al otro:
«¿Para qué nos quedamos aquí, esperando la muerte?
Si intentáramos entrar en la ciudad, moriríamos dentro de ella por el hambre que allí dentro hay. Si nos quedamos aquí, de todos modos moriremos. Mejor vayamos al campamento de los sirios. Si nos dejan vivir, viviremos; si nos dan muerte, moriremos.»
Al caer la noche se pasaron al campamento de los sirios, pero cuando llegaron a la entrada de su campamento no vieron a nadie.
Y es que el Señor había hecho que en el campamento de los sirios se oyera un estruendo de carros de combate, y ruido de caballos, y el estrépito de un gran ejército, por lo que unos a otros se dijeron:
«Al parecer, el rey de Israel les ha pagado a los reyes hititas y egipcios para que vengan a atacarnos.»
Entonces se levantaron al anochecer y huyeron, y para ponerse a salvo abandonaron sus tiendas, sus caballos y sus asnos, dejando el campamento tal como estaba.
Cuando los leprosos llegaron a la entrada del campamento, entraron en una tienda y se sentaron a comer y beber, y se llevaron de allí plata y oro y vestidos, y todo eso lo escondieron; luego volvieron y entraron en otra tienda, la cual también saquearon, y fueron a esconder lo que de allí sacaron.
Pero luego se dijeron el uno al otro:
«Lo que estamos haciendo no está bien. Este es un día de buenas noticias, y nosotros nos las estamos callando. Si no las anunciamos antes de que amanezca, vamos a resultar culpables. Es mejor que vayamos al palacio ahora mismo y le demos la noticia al rey.»
Entonces fueron a la entrada de la ciudad, y con grandes gritos les dijeron a los guardias:
«Fuimos al campamento de los sirios, y no vimos ni oímos allí a nadie. Solo vimos caballos y asnos atados, y el campamento intacto.»
A grandes gritos, los porteros anunciaron esto en el palacio del rey