Al día siguiente, por la mañana, el ayudante del varón de Dios salió y se encontró con que el ejército había sitiado la ciudad con su caballería y sus carros de combate. Entonces fue a decirle a Eliseo:
«¡Ay, señor mío! ¿Y ahora qué vamos a hacer?»
Y Eliseo le dijo:
«No tengas miedo, que son más los que están con nosotros que los que están con ellos.»
Acto seguido, Eliseo oró con estas palabras:
«Señor, te ruego que abras los ojos de mi siervo, para que vea.»
El Señor abrió los ojos del criado, y este miró a su alrededor y vio que en torno a Eliseo el monte estaba lleno de gente de a caballo, y de carros de fuego.
Y cuando los sirios se dispusieron a atacarlo, Eliseo oró así al Señor:
«Te ruego que hieras con ceguera a estos paganos.»
Y el Señor los dejó ciegos, tal y como Eliseo se lo pidió.
Luego, Eliseo les dijo:
«Este no es el camino correcto, ni esta ciudad es la que buscan. Síganme, y yo los llevaré hasta el hombre que buscan.»
Y los llevó a Samaria.
Y cuando llegaron allá, Eliseo dijo:
«Señor, ábreles los ojos, para que puedan ver.»
El Señor les abrió los ojos, y entonces vieron que se hallaban en medio de Samaria.
Al verlos, el rey de Israel le preguntó a Eliseo:
«¿Debo matarlos, padre mío?»
Y Eliseo le dijo:
«No, no los mates. ¿Acaso matarías a quienes con tu espada y con tu arco hicieras prisioneros? Más bien, dales pan y agua, y que coman y beban, y se vayan de regreso con sus amos.»
Entonces el rey les ofreció un gran banquete, y en cuanto terminaron de comer y de beber, los mandó de regreso a su señor. Y nunca más volvieron a merodear en Israel bandas armadas de Siria.