El Señor lanzó contra ellos al rey de los caldeos, que en el templo de su santuario mató a filo de espada a sus jóvenes, sin perdonar a jóvenes ni doncellas, ni a anciano ni decrépitos, sino que a todos los entregó en sus manos. Así mismo, el rey de Babilonia se llevó a su país todos los utensilios del templo de Dios, grandes y chicos, y los tesoros del templo del Señor y los tesoros del palacio del rey y de sus príncipes. Sus tropas quemaron el templo de Dios, derribaron la muralla de Jerusalén, prendieron fuego a todos sus palacios, y destruyeron todos sus objetos más preciados. Los que escaparon de morir a filo de espada fueron llevados cautivos a Babilonia, y hasta el reinado de los persas fueron siervos del rey y de sus hijos, hasta que la tierra disfrutó de reposo. En efecto, la tierra descansó todo el tiempo que estuvo desolada, hasta que se cumplieron los setenta años, en cumplimiento de la palabra del Señor pronunciada por Jeremías.
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