Cuando Saúl oyó esto, se enojó mucho, pues le desagradó escuchar que a David le reconocieran haber matado diez veces más soldados que a él, así que dijo: «Ahora solo falta que David se quede con mi reino».
Y desde ese día le empezó a tener mala voluntad.
Al día siguiente, el espíritu maligno enviado por Dios atacó a Saúl, y este andaba como loco por toda la casa. Y mientras David tocaba el arpa, como todos los días, Saúl andaba con una lanza en la mano.
De pronto, Saúl arrojó la lanza contra David, esperando dejarlo clavado contra la pared. Pero David lo esquivó dos veces.
Saúl ya vivía temeroso, porque era claro que el Señor ayudaba a David y se había apartado de Saúl;
por eso Saúl también se apartó de David y lo puso al mando de mil soldados, lo que permitió a David entrar y salir libremente de la ciudad.
Sin embargo, actuaba con prudencia en todo lo que hacía, y el Señor le ayudaba en todo.
Y al ver Saúl que David se comportaba inteligentemente, más temor tenía de él.
Todos en Israel y en Judá amaban a David, porque él los dirigía en sus campañas militares.
Un día, Saúl llamó a David y le dijo:
«Voy a darte por esposa a Merab, mi hija mayor, con la condición de que seas mi hombre fuerte en las batallas del Señor.»
Y es que Saúl pensaba: «Si él muere, no seré yo quien lo mate sino los filisteos.»
David le respondió:
«Pero, ¿quién soy yo? ¿Qué valor tiene mi vida, o la de mi familia en Israel, para que yo sea el yerno de Su Majestad?»
Pasó el tiempo, y el día en que Merab, la hija de Saúl, debía ser entregada por esposa a David, resultó que Saúl se la dio a Adriel el mejolatita.