Entonces ella oró y lloró al Señor con mucha amargura, y le hizo un voto. Le dijo: «Señor de los ejércitos, si te dignas mirar la aflicción de esta sierva tuya, y te acuerdas de mí y me das un hijo varón, yo te lo dedicaré, Señor, para toda su vida. Yo te prometo que jamás la navaja rozará su cabeza.» Y mientras ella oraba largamente delante del Señor, Elí la observaba mover los labios. Y es que Ana le hablaba al Señor desde lo más profundo de su ser, y sus labios se movían pero no se oía su voz, así que Elí creyó que estaba ebria. Entonces le dijo: «¿Hasta cuándo vas a estar ebria? Digiere ya tu vino.» Pero Ana le respondió: «No, señor mío; no estoy ebria. No he bebido vino ni sidra. Lo que pasa es que estoy muy desanimada, y vine a desahogarme delante del Señor. No pienses que tu sierva es una mujer impía. Es tan grande mi congoja y mi aflicción, que hasta ahora he estado hablando.»
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