Cuando Ajab le contó a Jezabel todo lo que Elías había hecho, y cómo había degollado a los profetas de Baal,
Jezabel mandó un mensajero a Elías, a que le dijera:
«¡Que los dioses me castiguen, y más aún, si mañana a esta misma hora no te he cortado la cabeza como lo hiciste tú con los profetas de Baal!»
Al verse en peligro, Elías huyó para ponerse a salvo. Se fue a Berseba, en la región de Judá, y allí dejó a su criado.
Se internó en el desierto y, después de caminar todo un día, se sentó a descansar debajo de un enebro. Con deseos de morirse, exclamó:
«Señor, ¡ya no puedo más! ¡Quítame la vida, pues no soy mejor que mis antepasados!»
Se recostó entonces bajo la sombra del enebro, y se quedó dormido. Más tarde, un ángel vino y lo despertó. Le dijo:
«Levántate, y come.»
Cuando Elías se sentó, vio cerca de su cabecera un pan que se cocía sobre las brasas y una vasija con agua. Comió y bebió, y se volvió a dormir.
Pero el ángel del Señor volvió por segunda vez, lo despertó y le dijo:
«Levántate y come, que todavía tienes un largo camino por recorrer.»
Elías comió y bebió y recuperó sus fuerzas, y con aquella comida pudo caminar durante cuarenta días con sus noches, hasta llegar a Horeb, el monte de Dios.
Buscó una cueva donde pasar la noche, y allí el Señor le dijo:
«¿Qué haces aquí, Elías?»