Sentí envidia de los arrogantes, al ver la prosperidad de esos malvados. Ellos no tienen ningún problema; su cuerpo está fuerte y saludable. Libres están de los afanes de la gente; no les afectan los infortunios humanos. Por eso lucen su orgullo como un collar y hacen gala de su violencia. Están que revientan de malicia y hasta se les ven sus malas intenciones. Ellos se burlan, hablan con maldad, y arrogantes oprimen y amenazan. Con la boca increpan al cielo y su lengua se pasea por la tierra. Por eso la gente acude a ellos y bebe sus palabras como agua. Hasta dicen: «¿Cómo puede Dios saberlo? ¿Acaso el Altísimo tiene entendimiento?». Así son los malvados; sin afanarse, aumentan sus riquezas. En verdad, ¿de qué me sirve mantener mi corazón limpio y mis manos lavadas en la inocencia, si todo el día me golpean y de mañana me castigan? Si hubiera dicho: «Voy a hablar como ellos», habría traicionado al linaje de tus hijos. Cuando traté de comprender todo esto, me resultó una carga insoportable, hasta que entré en el santuario de Dios; allí comprendí el fin que les espera
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