¡Cuánto te amo, SEÑOR, fuerza mía! El SEÑOR es mi roca, mi amparo, mi libertador; es mi Dios, la roca en que me refugio. Es mi escudo, el poder que me salva, ¡mi más alto escondite! Invoco al SEÑOR, que es digno de alabanza, y quedo a salvo de mis enemigos. Los lazos de la muerte me envolvieron; los torrentes destructores me abrumaron. Los lazos del sepulcro me enredaron; las redes de la muerte me atraparon. En mi angustia invoqué al SEÑOR; clamé a mi Dios por ayuda. Él me escuchó desde su Templo; ¡mi clamor llegó a sus oídos! La tierra tembló, se estremeció; se sacudieron los cimientos de los montes; temblaron a causa de su enojo. Por la nariz echaba humo, por la boca, fuego consumidor; ¡lanzaba carbones encendidos! Rasgando el cielo, descendió, pisando sobre oscuros nubarrones. Montando sobre un querubín, surcó los cielos y se remontó sobre las alas del viento. De las tinieblas y los oscuros nubarrones hizo su escondite, una tienda que lo rodeaba. De su radiante presencia brotaron nubes, granizos y carbones encendidos. En el cielo, entre granizos y carbones encendidos, se oyó el trueno del SEÑOR; resonó la voz del Altísimo. Lanzó sus flechas y dispersó a los enemigos; con relámpagos los desconcertó. A causa de tu reprensión, oh SEÑOR, y por el resoplido de tu enojo, las cuencas del mar quedaron a la vista; al descubierto quedaron los cimientos de la tierra.
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