No destruyeron a los pueblos que el SEÑOR les había señalado, sino que se mezclaron con los paganos y adoptaron sus costumbres. Rindieron culto a sus ídolos que fueron una trampa para ellos. Ofrecieron a sus hijos y a sus hijas como sacrificio a esos demonios. Derramaron sangre inocente, la sangre de sus hijos y sus hijas. Al ofrecerlos en sacrificio a los ídolos de Canaán, su sangre derramada contaminó la tierra. Se hicieron impuros por esos hechos; se prostituyeron con sus acciones. La ira del SEÑOR se encendió contra su pueblo; su heredad le resultó aborrecible. Por eso los entregó a los paganos y fueron dominados por quienes los odiaban. Sus enemigos los oprimieron, los sometieron a su poder. Muchas veces Dios los libró; pero ellos se obstinaron en su rebeldía y se hundieron en su iniquidad. Al verlos angustiados y escuchar su clamor, Dios se acordó del pacto que había hecho con ellos y por su gran amor les tuvo compasión. Hizo que todos sus opresores también se apiadaran de ellos.
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