Reunió a los doce y comenzó a enviarlos de dos en dos, dándoles autoridad sobre los espíritus malignos.
Les ordenó que no llevaran nada para el camino: ni pan, ni bolsa, ni dinero en el cinturón, sino solo un bastón. «Lleven sandalias —dijo—, pero no dos mudas de ropa». Y añadió: «Cuando entren en una casa, quédense allí hasta que salgan del pueblo. Si en algún lugar no los reciben bien o no los escuchan, salgan de allí y sacúdanse el polvo de los pies, como un testimonio contra ellos».
Los doce salieron y exhortaban a la gente a que se arrepintiera. También expulsaban a muchos demonios y sanaban a muchos enfermos, ungiéndolos con aceite.
El rey Herodes se enteró de esto, pues el nombre de Jesús se había hecho famoso. Algunos decían que Juan el Bautista había resucitado y por eso tenía poder para realizar milagros. Otros decían que era Elías; y otros, en fin, afirmaban que era un profeta, como los de antes. Pero cuando Herodes oyó esto, exclamó: «¡Juan, al que yo mandé que le cortaran la cabeza, ha resucitado!».
En efecto, Herodes mismo había mandado que arrestaran a Juan y que lo encadenaran en la cárcel. Herodes se había casado con Herodías, esposa de su hermano Felipe, y Juan había dicho a Herodes: «No te es lícito tener a la mujer de tu hermano». Por eso Herodías le guardaba rencor a Juan y deseaba matarlo. Pero no había logrado hacerlo, ya que Herodes temía a Juan y lo protegía, pues sabía que era un hombre justo y santo. Cuando Herodes oía a Juan, se quedaba muy desconcertado, pero lo escuchaba con gusto.
Por fin se presentó la oportunidad. En su cumpleaños Herodes dio un banquete a sus altos oficiales, a los comandantes militares y a los notables de Galilea. La hija de Herodías entró en el banquete y bailó, y esto agradó a Herodes y a los invitados.
—Pídeme lo que quieras y te lo daré —dijo el rey a la muchacha.
Y prometió bajo juramento:
—Te daré cualquier cosa que me pidas, aun cuando sea la mitad de mi reino.
Ella salió a preguntarle a su madre:
—¿Qué debo pedir?
—La cabeza de Juan el Bautista —contestó.
Enseguida se fue corriendo la muchacha a presentarle al rey su petición:
—Quiero que ahora mismo me des en una bandeja la cabeza de Juan el Bautista.
El rey se quedó angustiado, pero no quiso desairarla a causa de sus juramentos y en atención a los invitados. Así que enseguida envió a un verdugo con la orden de llevarle la cabeza de Juan. El hombre fue, decapitó a Juan en la cárcel y volvió con la cabeza en una bandeja. Se la entregó a la muchacha y ella se la dio a su madre. Al enterarse de esto, los discípulos de Juan fueron a recoger el cuerpo y le dieron sepultura.
Los apóstoles se reunieron con Jesús y le contaron todo lo que habían hecho y enseñado.
Y como no tenían tiempo ni para comer, pues era tanta la gente que iba y venía, Jesús dijo:
—Vengan conmigo ustedes solos a un lugar tranquilo y descansen un poco.
Así que se fueron solos en la barca a un lugar solitario. Pero muchos que los vieron salir los reconocieron y desde todos los poblados corrieron por tierra hasta allá y llegaron antes que ellos. Cuando Jesús desembarcó y vio tanta gente, tuvo compasión de ellos, porque eran como ovejas sin pastor. Así que comenzó a enseñarles muchas cosas.
Cuando ya se hizo tarde, se le acercaron sus discípulos y dijeron:
—Este es un lugar apartado y ya es muy tarde. Despide a la gente, para que vayan a los campos y pueblos cercanos y se compren algo de comer.
—Denles ustedes mismos de comer —contestó Jesús.
—¡Eso costaría más de seis meses de trabajo! —objetaron—. ¿Quieres que vayamos y gastemos todo ese dinero en pan para darles de comer?
—¿Cuántos panes tienen ustedes? —preguntó—. Vayan a ver.
Después de averiguarlo, dijeron:
—Cinco y dos pescados.
Entonces les mandó que hicieran que la gente se sentara por grupos sobre la hierba verde. Así que ellos se acomodaron en grupos de cien y de cincuenta. Jesús tomó los cinco panes y los dos pescados y, mirando al cielo, los bendijo. Luego partió los panes y se los dio a los discípulos para que se los repartieran a la gente. También repartió los dos pescados entre todos. Comieron hasta quedar satisfechos y los discípulos recogieron doce canastas llenas de pedazos de pan y de pescado. Los que comieron fueron cinco mil.
Enseguida Jesús hizo que sus discípulos subieran a la barca y se adelantaran al otro lado, a Betsaida, mientras él despedía a la multitud. Cuando se despidió, fue a la montaña para orar.
Al anochecer, la barca se hallaba en medio del lago y Jesús estaba en tierra solo. En la madrugada, vio que los discípulos hacían grandes esfuerzos para remar, pues tenían el viento en contra. Se acercó a ellos caminando sobre el lago e iba a pasarlos de largo. Los discípulos, al verlo caminar sobre el agua, creyeron que era un fantasma y se pusieron a gritar, llenos de miedo por lo que veían. Pero él habló enseguida con ellos y les dijo: «¡Cálmense! Soy yo. No tengan miedo».
Subió entonces a la barca con ellos y el viento se calmó. Estaban sumamente asombrados porque tenían endurecido el corazón y no habían comprendido lo de los panes.
Después de cruzar el lago, desembarcaron en Genesaret y atracaron allí. Al bajar ellos de la barca, la gente enseguida reconoció a Jesús. Lo siguieron por toda aquella región y, adonde oían que él estaba, le llevaban en camillas a los que tenían enfermedades. Y dondequiera que iba, en pueblos, ciudades o campos, colocaban a los enfermos en las plazas. Le suplicaban que les permitiera tocar siquiera el borde de su manto y quienes lo tocaban quedaban sanos.