—Esta misma noche —dijo Jesús— todos ustedes me abandonarán, porque está escrito:
»“Heriré al pastor
y se dispersarán las ovejas del rebaño”.
Pero después de que yo resucite, iré delante de ustedes a Galilea».
—Aunque todos te abandonen —declaró Pedro—, yo jamás lo haré.
—Te aseguro —le contestó Jesús— que esta misma noche, antes de que cante el gallo, me negarás tres veces.
—Aunque tenga que morir contigo —insistió Pedro—, jamás te negaré.
Y los demás discípulos dijeron lo mismo.
Luego fue Jesús con sus discípulos a un lugar llamado Getsemaní y dijo: «Siéntense aquí mientras voy más allá a orar». Se llevó a Pedro y a los dos hijos de Zebedeo y comenzó a sentirse triste y angustiado. «Es tal la angustia que me invade que me siento morir —dijo—. Quédense aquí y manténganse despiertos conmigo».
Yendo un poco más allá, se postró rostro en tierra y oró: «Padre mío, si es posible, no me hagas beber este trago amargo. Pero no sea lo que yo quiero, sino lo que quieres tú».
Luego volvió adonde estaban sus discípulos y los encontró dormidos. «¿No pudieron mantenerse despiertos conmigo ni una hora? —dijo a Pedro—. Permanezcan despiertos y oren para que no caigan en tentación. El espíritu está dispuesto, pero el cuerpo es débil».
Por segunda vez se retiró y oró: «Padre mío, si no es posible evitar que yo beba este trago amargo, hágase tu voluntad».
Cuando volvió, otra vez los encontró dormidos, porque se les cerraban los ojos de sueño. Así que los dejó y se retiró a orar por tercera vez, diciendo lo mismo.
Volvió de nuevo a los discípulos y dijo: «¿Siguen durmiendo y descansando? Miren, se acerca la hora; el Hijo del hombre va a ser entregado en manos de pecadores. ¡Levántense! ¡Vámonos! ¡Ahí viene el que me traiciona!».
Todavía estaba hablando Jesús cuando llegó Judas, uno de los doce. Lo acompañaba una gran turba armada con espadas y palos, enviada por los jefes de los sacerdotes y los líderes religiosos del pueblo. El traidor había dado esta contraseña: «Al que le dé un beso, ese es; arréstenlo». Enseguida Judas se acercó a Jesús y lo saludó diciendo:
—¡Rabí!
Y lo besó.
—Amigo —respondió Jesús—, ¿a qué vienes?
Entonces los hombres se acercaron y prendieron a Jesús. En eso, uno de los que estaban con él extendió la mano, sacó la espada e hirió al siervo del sumo sacerdote, cortándole una oreja.
—Guarda tu espada —le dijo Jesús—, porque los que a hierro matan, a hierro mueren. ¿Crees que no puedo acudir a mi Padre y al instante pondría a mi disposición más de doce batallones de ángeles? Entonces, ¿cómo se cumplirían las Escrituras que dicen que así tiene que suceder?
Y de inmediato dijo a la turba:
—¿Acaso soy un bandido para que vengan con espadas y palos a arrestarme? Todos los días me sentaba a enseñar en el Templo y no me arrestaron. Pero todo esto ha sucedido para que se cumpla lo que escribieron los profetas.
Entonces todos los discípulos lo abandonaron y huyeron.
Los que habían arrestado a Jesús lo llevaron ante Caifás, el sumo sacerdote, donde se habían reunido los maestros de la Ley y los líderes religiosos. Pero Pedro lo siguió de lejos hasta el patio del sumo sacerdote. Entró y se sentó con los guardias para ver en qué terminaba aquello.
Los jefes de los sacerdotes y el Consejo en pleno buscaban alguna prueba falsa contra Jesús para poder condenarlo a muerte. Pero no la encontraron, a pesar de que se presentaron muchos testigos falsos.
Por fin se presentaron dos que declararon:
—Este hombre dijo: “Puedo destruir el Templo de Dios y reconstruirlo en tres días”.
Poniéndose en pie, el sumo sacerdote dijo a Jesús:
—¿No vas a responder? ¿Qué significan estas denuncias en tu contra?
Pero Jesús se quedó callado. Así que el sumo sacerdote insistió:
—Te ordeno en el nombre del Dios viviente que nos digas si eres el Cristo, el Hijo de Dios.
—Tú lo has dicho —respondió Jesús—. Pero yo les digo a todos: De ahora en adelante ustedes verán al Hijo del hombre sentado a la derecha del Todopoderoso y viniendo sobre las nubes del cielo.
—¡Ha blasfemado! —exclamó el sumo sacerdote, rasgándose las vestiduras—. ¿Para qué necesitamos más testigos? ¡Miren, ustedes mismos han oído la blasfemia! ¿Qué piensan de esto?
—Merece la muerte —contestaron.
Entonces algunos escupieron su rostro y le dieron puñetazos. Otros lo abofeteaban y decían:
—A ver, Cristo, ¡profetiza! ¿Quién te pegó?
Mientras tanto, Pedro estaba sentado afuera, en el patio, y una criada se acercó.
—Tú también estabas con Jesús de Galilea —le dijo.
Pero él lo negó delante de todos, diciendo:
—No sé de qué estás hablando.
Luego salió a la puerta, donde otra criada lo vio y dijo a los que estaban allí:
—Este estaba con Jesús de Nazaret.
Él lo volvió a negar, jurándoles:
—¡A ese hombre ni lo conozco!
Poco después se acercaron a Pedro los que estaban allí y le dijeron:
—Seguro que eres uno de ellos; se te nota por tu acento.
Y comenzó a echarse maldiciones y juró:
—¡A ese hombre ni lo conozco!
En ese instante cantó un gallo. Entonces Pedro se acordó de lo que Jesús había dicho: «Antes de que el gallo cante, me negarás tres veces». Y saliendo de allí, lloró amargamente.