Entonces, para acecharlo, enviaron espías que fingían ser gente honorable. Pensaban atrapar a Jesús en algo que él dijera y así poder entregarlo a la jurisdicción del gobernador.
—Maestro —dijeron los espías—, sabemos que lo que dices y enseñas es correcto. No juzgas por las apariencias, sino que de verdad enseñas el camino de Dios. ¿Nos está permitido pagar impuestos al césar o no?
Pero Jesús, dándose cuenta de sus malas intenciones, respondió:
—Muéstrenme una moneda romana. ¿De quién es esta imagen y esta inscripción?
—Del césar —contestaron.
—Entonces —dijo Jesús—, denle al césar lo que es del césar y a Dios lo que es de Dios.
No pudieron atraparlo en lo que decía en público. Así que, admirados de su respuesta, se callaron.
Luego, algunos de los saduceos, que decían que no hay resurrección, se acercaron a Jesús y le plantearon un problema:
—Maestro, Moisés nos enseñó en sus escritos que si un hombre muere y deja a la viuda sin hijos, el hermano de ese hombre tiene que casarse con la viuda para que su hermano tenga descendencia. Pues bien, había siete hermanos. El primero se casó y murió sin dejar hijos. Entonces el segundo y el tercero se casaron con ella, y así sucesivamente murieron los siete sin dejar hijos. Por último, murió también la mujer. Ahora bien, en la resurrección, ¿de cuál será esposa esta mujer, ya que los siete estuvieron casados con ella?
—La gente de este mundo se casa y se da en casamiento —contestó Jesús—. Pero los que sean dignos de tomar parte en el mundo venidero por la resurrección no se casarán ni serán dados en casamiento, ni tampoco podrán morir, pues serán como los ángeles. Son hijos de Dios porque toman parte en la resurrección. Pero que los muertos resucitan lo dio a entender Moisés mismo en el pasaje sobre la zarza, pues llama al Señor “el Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob”. Él no es Dios de muertos, sino de vivos; en efecto, para él todos ellos viven.
Algunos de los maestros de la Ley respondieron:
—¡Bien dicho, Maestro!
Y ya no se atrevieron a hacerle más preguntas.