¡Recuerda, SEÑOR, lo que nos ha sucedido! ¡Contempla y ve nuestra deshonra! Nuestra heredad ha caído en manos extrañas; nuestro hogar, en manos de extranjeros. No tenemos padre, hemos quedado huérfanos; viudas han quedado nuestras madres. El agua que bebemos, tenemos que pagarla; la leña, tenemos que comprarla. Los que nos persiguen nos pisan los talones; estamos fatigados y no hallamos descanso. Entramos en tratos con Egipto y con Asiria para conseguir alimentos. Nuestros antepasados pecaron y murieron, pero a nosotros nos tocó el castigo. Ahora nos gobiernan los esclavos y no hay quien nos libre de sus manos. Conseguimos pan a riesgo de nuestras vidas, al enfrentar las espadas del desierto. La piel nos arde como un horno; de hambre nos da fiebre. Las mujeres fueron violadas en Sión y las vírgenes, en las ciudades de Judá. A nuestros príncipes los colgaron de las manos y a nuestros ancianos no los honraron. A nuestros mejores jóvenes los pusieron a moler; los niños tropezaban bajo el peso de la leña. Ya no se sientan los ancianos a las puertas de la ciudad; ni se escucha la música de los jóvenes. En nuestro corazón no hay gozo; nuestra danza se convirtió en lamento. Nuestra cabeza se ha quedado sin corona. ¡Ay de nosotros que hemos pecado! Desfallece nuestro corazón; se apagan nuestros ojos, porque el monte Sión se halla desolado, y sobre él rondan los chacales. Pero tú, SEÑOR, reinas eternamente; tu trono permanece de generación en generación. ¿Por qué siempre nos olvidas? ¿Por qué nos abandonas tanto tiempo? Permítenos volver a ti, SEÑOR, y volveremos; renueva nuestra vida como antes. La verdad es que nos has rechazado y te has excedido en tu enojo contra nosotros.
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