La palabra del SEÑOR vino a Jonás, hijo de Amitay: «Levántate y ve a la gran ciudad de Nínive y proclama contra ella que su maldad ha llegado hasta mi presencia». Pero Jonás huyó del SEÑOR y se dirigió a Tarsis. Bajó a Jope, donde encontró un barco que zarpaba rumbo a Tarsis, pagó su pasaje y se embarcó con los que iban a esa ciudad, huyendo así del SEÑOR. Pero el SEÑOR lanzó sobre el mar un fuerte viento y se desencadenó una tormenta tan violenta que el barco amenazaba con hacerse pedazos. Todos los marineros tenían miedo y cada uno clamaba a su dios. Y arrojaron el cargamento al mar para aligerar el barco. Jonás, en cambio, había bajado al fondo de la nave para acostarse y dormía profundamente. El capitán del barco se le acercó y dijo: —¿Cómo puedes estar durmiendo? ¡Levántate! ¡Clama a tu Dios! Quizá tenga piedad de nosotros y no perezcamos. Los marineros, por su parte, se dijeron unos a otros: —¡Vamos, echemos suertes para averiguar quién tiene la culpa de que nos haya venido este desastre! Así lo hicieron y la suerte recayó en Jonás. Entonces preguntaron: —Dinos ahora, ¿quién es el responsable de causarnos este desastre? ¿A qué te dedicas? ¿De dónde vienes? ¿Cuál es tu país? ¿A qué pueblo perteneces? —Soy hebreo y temo al SEÑOR, Dios del cielo, que hizo el mar y la tierra firme —respondió.
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