Llegó el día en que los hijos de Dios debían presentarse ante el SEÑOR y con ellos llegó también Satanás. Y el SEÑOR preguntó: —¿De dónde vienes? —Vengo de rondar la tierra y de recorrerla de un extremo a otro —respondió Satanás. —¿Te has puesto a pensar en mi siervo Job? —volvió a preguntarle el SEÑOR—. No hay en la tierra nadie como él; es un hombre íntegro e intachable, que me honra y vive apartado del mal. Satanás respondió: —¿Y acaso Job te honra sin esperar nada a cambio? ¿Acaso no están bajo tu protección él y su familia y todas sus posesiones? De tal modo has bendecido la obra de sus manos que sus rebaños y ganados llenan toda la tierra. Pero extiende la mano y daña todo lo que posee, ¡a ver si no te maldice en tu propia cara! —Muy bien —contestó el SEÑOR—. Todas sus posesiones están en tus manos, con la condición de que a él no le pongas la mano encima. Dicho esto, Satanás se retiró de la presencia del SEÑOR. Llegó el día en que los hijos y las hijas de Job celebraban un banquete en casa de su hermano mayor. Entonces un mensajero llegó a decirle a Job: «Mientras los bueyes araban y los asnos pastaban por allí cerca, nos atacaron los de Sabá y se los llevaron. A los criados los mataron a filo de espada. ¡Solo yo pude escapar y ahora vengo a contárselo!». No había terminado de hablar este mensajero cuando uno más llegó y dijo: «El fuego de Dios cayó del cielo y quemó a las ovejas y a los criados. ¡Solo yo pude escapar para venir a contárselo!». No había terminado de hablar este mensajero cuando otro más llegó y dijo: «Unos salteadores caldeos vinieron y, dividiéndose en tres grupos, se apoderaron de los camellos y se los llevaron. A los criados los mataron a filo de espada. ¡Solo yo pude escapar y ahora vengo a contárselo!». No había terminado de hablar este mensajero todavía cuando otro llegó y dijo: «Los hijos y las hijas de usted estaban celebrando un banquete en casa del mayor de todos ellos cuando, de pronto, un fuerte viento del desierto dio contra la casa y derribó sus cuatro esquinas. ¡La casa cayó sobre los jóvenes y todos murieron! ¡Solo yo pude escapar y ahora vengo a contárselo!». Al llegar a este punto, Job se levantó, se rasgó las vestiduras, se rasuró la cabeza y se dejó caer al suelo en actitud de adoración. Entonces dijo: «Desnudo salí del vientre de mi madre y desnudo he de partir. El SEÑOR ha dado; el SEÑOR ha quitado. ¡Bendito sea el nombre del SEÑOR!». A pesar de todo esto, Job no pecó ni le echó la culpa a Dios.
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