Sus padres contestaron así por miedo a los judíos, pues ya estos habían convenido que se expulsara de la sinagoga a todo el que reconociera que Jesús era el Cristo. Por eso dijeron sus padres: «Pregúntenselo a él, que ya es mayor de edad». Por segunda vez llamaron los judíos al que había sido ciego y le dijeron: —¡Da gloria a Dios! A nosotros nos consta que ese hombre es pecador. —Si es pecador, no lo sé —respondió el hombre—. Lo único que sé es que yo era ciego y ahora veo. Pero ellos le insistieron: —¿Qué te hizo? ¿Cómo te abrió los ojos? Él respondió: —Ya les dije y no me hicieron caso. ¿Por qué quieren oírlo de nuevo? ¿Es que también ustedes quieren hacerse sus discípulos? Entonces lo insultaron y dijeron: —¡Discípulo de ese lo serás tú! ¡Nosotros somos discípulos de Moisés! Y sabemos que a Moisés le habló Dios; pero de este no sabemos ni de dónde salió. —¡Allí está lo sorprendente! —respondió el hombre—: que ustedes no sepan de dónde salió y que a mí me haya abierto los ojos. Sabemos que Dios no escucha a los pecadores, pero sí a los piadosos y a quienes hacen su voluntad. Jamás se ha sabido que alguien le haya abierto los ojos a uno que nació ciego. Si este hombre no viniera de parte de Dios, no podría hacer nada. Ellos replicaron: —Tú, que naciste sumido en pecado, ¿vas a darnos lecciones? Y lo expulsaron.
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