El mundo no tiene motivos para aborrecerlos; a mí, sin embargo, me aborrece porque yo testifico que sus obras son malas. Suban ustedes a la fiesta. Yo no voy todavía a esta fiesta porque mi tiempo aún no ha llegado.
Dicho esto, se quedó en Galilea. Sin embargo, después de que sus hermanos se fueron a la fiesta, fue también él, no públicamente, sino en secreto. Por eso las autoridades judías lo buscaban durante la fiesta, y decían: «¿Dónde se habrá metido?».
Entre la multitud corrían muchos rumores acerca de él. Unos decían: «Es una buena persona». Otros alegaban: «No, lo que pasa es que engaña a la gente». Sin embargo, por temor a las autoridades judías nadie hablaba de él abiertamente.
Jesús esperó hasta la mitad de la fiesta para subir al Templo y comenzar a enseñar. Los judíos se admiraban y decían: «¿De dónde sacó este tantos conocimientos sin haber estudiado?».
—Mi enseñanza no es mía —respondió Jesús—, sino del que me envió. El que esté dispuesto a hacer la voluntad de Dios reconocerá si mi enseñanza proviene de Dios o si yo hablo por mi propia cuenta. El que habla por cuenta propia busca su vanagloria; en cambio, el que busca glorificar al que lo envió es una persona íntegra y sin maldad. ¿No les ha dado Moisés la Ley a ustedes? Sin embargo, ninguno de ustedes la cumple. ¿Por qué tratan entonces de matarme?
—Estás endemoniado —contestó la multitud—. ¿Quién quiere matarte?
Jesús les dijo:
—Hice una señal milagrosa y todos ustedes han quedado asombrados. Por eso Moisés les dio la circuncisión, que en realidad no proviene de Moisés, sino de los patriarcas y aun en sábado la practican. Ahora bien, si para cumplir la Ley de Moisés circuncidan a un varón incluso en sábado, ¿por qué se enfurecen conmigo si en sábado lo sano por completo? No juzguen por las apariencias; juzguen con justicia.
Algunos de los que vivían en Jerusalén comentaban: «¿No es este al que quieren matar? Ahí está, hablando abiertamente y nadie le dice nada. ¿Será que las autoridades se han convencido de que es el Cristo? Nosotros sabemos de dónde viene este hombre, pero cuando venga el Cristo nadie sabrá su procedencia».
Por eso Jesús, que seguía enseñando en el Templo, exclamó:
—¡Conque ustedes me conocen y saben de dónde vengo! No he venido por mi propia cuenta, sino que me envió uno que es digno de confianza. Ustedes no lo conocen, pero yo sí lo conozco porque vengo de parte suya y él mismo me ha enviado.
Entonces quisieron arrestarlo, pero nadie le echó mano porque aún no había llegado su hora. Con todo, muchos de entre la multitud creyeron en él y decían: «Cuando venga el Cristo, ¿acaso va a hacer más señales que este hombre?».
Los fariseos oyeron a la multitud que murmuraba estas cosas acerca de él y, junto con los jefes de los sacerdotes, mandaron unos guardias del Templo para arrestarlo.
—Voy a estar con ustedes un poco más de tiempo —afirmó Jesús—, y luego volveré al que me envió. Me buscarán, pero no me encontrarán, porque adonde yo estaré ustedes no pueden ir.
«¿Y este a dónde piensa irse que no podamos encontrarlo? —comentaban entre sí los judíos—. ¿Será que piensa ir a nuestra gente dispersa entre las naciones para enseñar a los que no son judíos? ¿Qué quiso decir con eso de que “me buscarán, pero no me encontrarán” y “adonde yo estaré ustedes no pueden ir”?».
En el último día, el más solemne de la fiesta, Jesús se puso de pie y exclamó:
—¡Si alguno tiene sed, que venga a mí y beba! De aquel que cree en mí, como dice la Escritura, de su interior brotarán ríos de agua viva.
Con esto se refería al Espíritu que habrían de recibir más tarde los que creyeran en él. Hasta ese momento el Espíritu no había sido dado, porque Jesús no había sido glorificado todavía.
Al oír sus palabras, algunos de entre la multitud decían: «Verdaderamente este es el profeta». Otros afirmaban: «¡Es el Cristo!». Pero otros objetaban: «¿Cómo puede el Cristo venir de Galilea? ¿Acaso no dice la Escritura que el Cristo vendrá de la descendencia de David y que será de Belén, el pueblo de donde era David?». Por causa de Jesús la gente estaba dividida. Algunos querían arrestarlo, pero nadie le puso las manos encima.
Los guardias del Templo volvieron a los jefes de los sacerdotes y a los fariseos, quienes los interrogaron:
—¿Se puede saber por qué no lo han traído?
—¡Nunca nadie ha hablado como ese hombre! —declararon los guardias.
—¿Así que también ustedes se han dejado engañar? —replicaron los fariseos—. ¿Acaso ha creído en él alguno de los gobernantes o de los fariseos? ¡No! Pero esta gente, que no sabe nada de la Ley, está bajo maldición.
Nicodemo, que era uno de ellos y antes había ido a ver a Jesús, les preguntó:
—¿Acaso nuestra Ley condena a un hombre sin antes escucharlo y averiguar lo que hace?
—¿También tú eres de Galilea? —respondieron—. Investiga y verás que de Galilea no ha salido ningún profeta.
Todos se fueron a casa