Entonces Jefté, tomado por el Espíritu del SEÑOR, recorrió Galaad y Manasés, pasó por Mizpa de Galaad y desde allí avanzó contra los amonitas. Y Jefté hizo una promesa solemne al SEÑOR: «Si verdaderamente entregas a los amonitas en mis manos, quien salga primero de la puerta de mi casa a recibirme, cuando yo vuelva de haber vencido a los amonitas, será del SEÑOR y lo ofreceré en holocausto». Jefté cruzó el río para luchar contra los amonitas y el SEÑOR los entregó en sus manos. Derrotó veinte ciudades, desde Aroer hasta las inmediaciones de Minit, hasta Abel Queramín. La derrota fue muy grande; así los amonitas quedaron sometidos a los israelitas. Cuando Jefté volvió a su hogar en Mizpa, salió a recibirlo su hija, bailando al son de los panderos. Ella era hija única, pues Jefté no tenía otros hijos. Cuando Jefté la vio, se rasgó las vestiduras y exclamó: —¡Ay, hija mía, me has destrozado por completo! ¡Eres la causa de mi desgracia! Juré algo al SEÑOR y no puedo retractarme. —Padre mío —respondió ella—, le has dado tu palabra al SEÑOR. Haz conmigo conforme a tu juramento, ya que el SEÑOR te ha vengado de tus enemigos, los amonitas. Pero concédeme esta sola petición —añadió—. Ya que nunca me casaré, dame un plazo de dos meses para retirarme a las montañas y llorar allí con mis amigas. —Está bien, puedes ir —respondió él. Y le permitió irse por dos meses. Ella y sus amigas se fueron a las montañas y lloró porque nunca se casaría. Cumplidos los dos meses volvió a su padre y él hizo con ella conforme a su promesa. Ella era virgen. De allí se originó la costumbre israelita de que todos los años, durante cuatro días, las muchachas de Israel recordaran a la hija de Jefté de Galaad.
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