¡Oh, si rasgaras los cielos y descendieras! ¡Las montañas temblarían ante ti, como cuando el fuego enciende la leña y hace que hierva el agua! Así darías a conocer tu nombre entre tus enemigos, y ante ti temblarían las naciones. Hiciste maravillas asombrosas cuando descendiste; ante tu presencia temblaron las montañas. Fuera de ti, desde tiempos antiguos nadie ha escuchado ni percibido, ni ojo alguno ha visto, a un Dios que como tú actúe en favor de quienes en él esperan. Sales al encuentro de los que, alegres, practican la justicia y recuerdan tus caminos. Pero te enojas si persistimos en desviarnos de ellos. ¿Cómo podremos ser salvos? Todos somos como gente impura; todos nuestros actos de justicia son como trapos de inmundicia. Todos nos marchitamos como hojas; nuestras iniquidades nos arrastran como el viento. Nadie invoca tu nombre ni se esfuerza por aferrarse a ti. Pues nos has dado la espalda y nos has entregado en poder de nuestras iniquidades. A pesar de todo, SEÑOR, tú eres nuestro Padre; nosotros somos el barro y tú el alfarero. Todos somos obra de tu mano. No te enojes demasiado, SEÑOR; no te acuerdes siempre de nuestras iniquidades. ¡Considera, por favor, que todos somos tu pueblo!
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