Por tanto, también nosotros que estamos rodeados de una nube tan grande de testigos, despojémonos de todo peso y del pecado que nos asedia y corramos con perseverancia la carrera que tenemos por delante. Fijemos la mirada en Jesús, el iniciador y perfeccionador de nuestra fe, quien por el gozo que le esperaba, soportó la cruz, menospreciando la vergüenza que ella significaba, y ahora está sentado a la derecha del trono de Dios. Así, pues, consideren a aquel que perseveró frente a tanta oposición por parte de los pecadores, para que no se cansen ni pierdan el ánimo.
En la lucha que ustedes libran contra el pecado, todavía no han tenido que resistir hasta derramar su sangre. Y ya han olvidado por completo las palabras de aliento que como a hijos se les dirigen:
«Hijo mío, no tomes a la ligera la disciplina del Señor
ni te desanimes cuando te reprenda,
porque el Señor disciplina a los que ama
y azota a todo el que recibe como hijo».
Lo que soportan es para su disciplina, pues Dios los está tratando como a hijos. Porque, ¿qué hijo hay a quien el padre no disciplina? Si a ustedes se les deja sin la disciplina que todos reciben, entonces son bastardos y no hijos legítimos. Después de todo, nuestros padres humanos nos disciplinaban y los respetábamos. ¿No hemos de someternos, con mayor razón, al Padre de los espíritus y viviremos? En efecto, nuestros padres nos disciplinaban por un breve tiempo, como mejor les parecía; pero Dios lo hace para nuestro bien, a fin de que participemos de su santidad. Ciertamente, ninguna disciplina, en el momento de recibirla, parece agradable, sino más bien dolorosa; sin embargo, después produce una cosecha de justicia y paz para quienes han sido entrenados por ella.
Por tanto, renueven las fuerzas de sus manos débiles y de sus rodillas temblorosas.