En el primer año del reinado de Ciro, rey de Persia, el SEÑOR movió el espíritu del rey para que promulgara un decreto en todo su reino y así se cumpliera la palabra del SEÑOR por medio del profeta Jeremías. Tanto oralmente como por escrito, el rey decretó lo siguiente:
«Esto es lo que ordena Ciro, rey de Persia:
»El SEÑOR, Dios del cielo, que me ha dado todos los reinos de la tierra, me ha encargado que le construya un templo en la ciudad de Jerusalén, que está en Judá. Por tanto, cualquiera que pertenezca a Judá, suba a Jerusalén a construir el templo del SEÑOR, Dios de Israel, el Dios que habita en Jerusalén; y que Dios lo acompañe. También ordeno que los habitantes de cada lugar donde haya judíos sobrevivientes los ayuden dándoles plata y oro, bienes y ganado, y ofrendas voluntarias para el templo de Dios en Jerusalén».
Entonces los jefes de familia de Benjamín y de Judá, junto con los sacerdotes y levitas, es decir, con todos aquellos en cuyo espíritu Dios puso el deseo de construir el templo del SEÑOR, se dispusieron a subir a Jerusalén. Todos sus vecinos los ayudaron con plata y oro, bienes y ganado, objetos valiosos y todo tipo de ofrendas voluntarias.
Además, el rey Ciro hizo sacar los utensilios que Nabucodonosor se había llevado del Templo del SEÑOR en Jerusalén y había depositado en el templo de su dios. Ciro, el rey de Persia, los entregó a su tesorero Mitrídates, el cual los contó y se los pasó a Sesbasar, gobernador de Judá.