En el año veinticinco de nuestro exilio, al comienzo del año, el día diez del mes, catorce años después de la caída de la ciudad; ese mismo día la mano del SEÑOR vino sobre mí y me llevó allá. En visiones de Dios, él me llevó a la tierra de Israel y me colocó sobre un monte muy alto. Desde allí, mirando al sur, había unos edificios que parecían una ciudad. Me llevó allá y vi un hombre que parecía hecho de bronce. Estaba de pie junto a la puerta y en su mano tenía una cuerda de lino y una vara de medir. Aquel hombre me dijo: «Hijo de hombre, abre los ojos, escucha bien y presta atención a todo lo que estoy por mostrarte, pues para eso se te ha traído aquí. Anda luego y comunícale al pueblo de Israel todo lo que veas».
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