Cuando Daniel se enteró de la publicación del decreto, se fue a su casa y subió a su dormitorio, cuyas ventanas se abrían en dirección a Jerusalén. Allí se arrodilló y se puso a orar y alabar a Dios, pues tenía por costumbre orar tres veces al día. Cuando aquellos hombres llegaron y encontraron a Daniel orando e implorando la ayuda de Dios, fueron a hablar con el rey respecto al decreto real: —¿No es verdad que usted publicó un decreto? Según entendemos, todo el que en los próximos treinta días ore a otro dios u hombre que no sea Su Majestad será arrojado al foso de los leones. El rey contestó: —El decreto sigue en pie. Según la ley de los medos y los persas, no puede ser revocado. Ellos respondieron: —Pues Daniel, que es uno de los exiliados de Judá, no toma en cuenta a Su Majestad ni el decreto que ha promulgado. ¡Continúa orando tres veces al día! Cuando el rey escuchó esto, se deprimió mucho y se propuso salvar a Daniel, así que durante todo el día buscó la forma de salvarlo.
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