Había en Damasco un discípulo llamado Ananías, a quien el Señor llamó en una visión: —¡Ananías! —Aquí estoy, Señor. —Anda —le dijo el Señor—, ve a la casa de Judas, en la calle llamada Derecha, y pregunta por un tal Saulo de Tarso. Está orando y ha visto en una visión a un hombre llamado Ananías que entra y pone las manos sobre él para que recobre la vista. Entonces Ananías respondió: —Señor, he oído hablar mucho de ese hombre y de todo el mal que ha causado a los que creen en ti en Jerusalén. Y ahora lo tenemos aquí, autorizado por los jefes de los sacerdotes, para llevarse presos a todos los que invocan tu nombre. —¡Ve! —insistió el Señor—, porque ese hombre es mi instrumento escogido para dar a conocer mi nombre tanto a las naciones y a sus reyes como al pueblo de Israel. Yo le mostraré cuánto tendrá que padecer por mi nombre. Ananías se fue y cuando llegó a la casa, le impuso las manos a Saulo y dijo: «Hermano Saulo, el Señor Jesús, que se te apareció en el camino, me ha enviado para que recobres la vista y seas lleno del Espíritu Santo». Al instante cayó de los ojos de Saulo algo como escamas y recobró la vista. Se levantó y fue bautizado.
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