Vivía en Cesarea un centurión llamado Cornelio del regimiento conocido como el Italiano. Él y toda su familia eran devotos y temerosos de Dios. Realizaba muchas obras de beneficencia para el pueblo de Israel y oraba a Dios constantemente. Un día, como a las tres de la tarde, tuvo una visión. Vio claramente a un ángel de Dios que se acercaba y le decía: —¡Cornelio! —¿Qué quieres, Señor? —preguntó Cornelio, mirándolo fijamente y con mucho miedo. —Dios ha recibido tus oraciones y tus obras de beneficencia como una ofrenda —contestó el ángel—. Envía de inmediato a algunos hombres a Jope para que hagan venir a un tal Simón, también llamado Pedro. Él se hospeda con Simón el curtidor, que tiene su casa junto al mar. Después de que se fue el ángel que le había hablado, Cornelio llamó a dos de sus siervos y a un soldado devoto de los que le servían regularmente. Les explicó todo lo que había sucedido y los envió a Jope. Al día siguiente, mientras ellos iban de camino y se acercaban a la ciudad, Pedro subió a la azotea a orar. Era casi el mediodía. Sintió hambre y quiso algo de comer. Mientras le preparaban la comida, tuvo una visión. Vio el cielo abierto y algo parecido a una gran sábana que, suspendida por las cuatro puntas, descendía hacia la tierra. En ella había toda clase de cuadrúpedos, como también reptiles y aves. —Levántate, Pedro, mata y come —le dijo una voz. —¡De ninguna manera, Señor! —respondió Pedro—. Jamás he comido nada impuro o inmundo. Por segunda vez le insistió la voz: —Lo que Dios ha purificado, tú no lo llames impuro. Esto sucedió tres veces y enseguida la sábana fue recogida al cielo.
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