Avisaron a Joab que el rey estaba llorando amargamente por Absalón. Cuando las tropas se enteraron de que el rey estaba afligido por causa de su hijo, la victoria de aquel día se convirtió en duelo para todo el ejército. Por eso las tropas entraron en la ciudad furtivamente, como lo hace un ejército avergonzado por haber huido del combate. Pero el rey, cubriéndose la cara, seguía gritando a voz en cuello: «¡Ay, Absalón, hijo mío! ¡Ay, Absalón, hijo mío, hijo mío!».
Entonces Joab fue adonde estaba el rey y le dijo: «Hoy usted ha llenado de vergüenza a todos sus siervos que salvaron su vida, la de sus hijos e hijas, esposas y concubinas. ¡Usted ama a quienes lo odian y odia a quienes lo aman! Hoy ha dejado muy en claro que nada le importan sus comandantes ni sus soldados. Ahora me doy cuenta de que usted preferiría que todos nosotros estuviéramos muertos, con tal de que Absalón siguiera con vida. ¡Vamos! ¡Salga usted y anime a sus tropas! Si no lo hace, juro por el SEÑOR que para esta noche ni un solo soldado se quedará con usted. ¡Y eso sería peor que todas las calamidades que usted ha sufrido desde su juventud hasta ahora!».
Ante esto, el rey se levantó y fue a sentarse junto a la puerta de la ciudad. Cuando los soldados lo supieron, fueron todos a presentarse ante él.
Los israelitas, mientras tanto, habían huido a sus casas, y por todas las tribus de Israel se hablaba de la situación. Decían: «El rey nos rescató del poder de nuestros enemigos; él nos libró del dominio de los filisteos. Por causa de Absalón tuvo que huir del país. Pero ahora Absalón, al que habíamos ungido como rey, ha muerto en la batalla. ¿Qué nos impide pedirle al rey que vuelva?».
Entonces el rey David mandó este mensaje a los sacerdotes Sadoc y Abiatar: «Hablen con los jefes de Judá y díganles: “El rey se ha enterado de lo que se habla por todo Israel. ¿Serán ustedes los últimos en pedirme a mí, el rey, que regrese a mi palacio? Ustedes son mis hermanos, ¡son de mi propia sangre! ¿Por qué han de ser los últimos en llamarme?”. Díganle también a Amasá: “¿Acaso no eres de mi propia sangre? Tú serás de por vida el comandante de mi ejército, en lugar de Joab. ¡Que Dios me castigue sin piedad si no lo cumplo!”».
Así el rey se ganó el aprecio de todos los de Judá, quienes a una voz le pidieron que regresara con todas sus tropas, de modo que el rey emprendió el viaje y llegó hasta el Jordán. Los de Judá se dirigieron entonces a Guilgal para encontrarse con el rey y acompañarlo a cruzar el río. Pero el benjamita Simí, hijo de Guerá, oriundo de Bajurín, se apresuró a bajar con los de Judá para recibir al rey David. Con él iban mil benjamitas, incluso Siba, que había sido administrador de la familia de Saúl, con sus quince hijos y veinte criados. Estos llegaron al Jordán antes que el rey y vadearon el río para ponerse a las órdenes del rey y ayudar a la familia real a cruzar el Jordán. Cuando el rey estaba por cruzarlo, Simí, hijo de Guerá, se inclinó ante él y dijo:
—Ruego a mi señor que no tome en cuenta mi delito ni recuerde el mal que hizo este servidor suyo el día en que mi señor el rey salió de Jerusalén. Le ruego al rey que olvide eso. Reconozco que he pecado y por eso hoy, de toda la tribu de José, he sido el primero en salir a recibir a mi señor el rey.
Pero Abisay, hijo de Sarvia, exclamó:
—¡Simí maldijo al ungido del SEÑOR y merece la muerte!
David respondió:
—Hijos de Sarvia, esto no es asunto de ustedes, sino mío. Están actuando como si fueran mis adversarios. ¿Cómo va a morir hoy alguien del pueblo, cuando precisamente en este día vuelvo a ser rey de Israel?
Y dirigiéndose a Simí, el rey juró:
—¡No morirás!