Absalón, que huía montado en una mula, se encontró con los soldados de David. La mula se metió por debajo de una gran encina y a Absalón se le trabó la cabeza entre las ramas. Como la mula siguió de largo, Absalón quedó colgado en el aire. Un soldado que vio lo sucedido dijo a Joab: —Acabo de ver a Absalón colgado de una encina. —¡Cómo! —exclamó Joab—. ¿Lo viste y no lo mataste ahí mismo? Te habría dado diez siclos de plata y un cinturón. Pero el hombre respondió: —Aun si recibiera mil piezas de plata, yo no alzaría la mano contra el hijo del rey. Todos oímos cuando el rey ordenó a usted, a Abisay y a Itay que no le hicieran daño al joven Absalón. Si yo me hubiera arriesgado, me habrían descubierto, pues nada se le escapa al rey; y usted, por su parte, me habría abandonado. —No voy a malgastar mi tiempo contigo —respondió Joab. Acto seguido, agarró tres lanzas y fue y se las clavó en el pecho a Absalón, que todavía estaba vivo en medio de la encina.
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