Cuando Salomón terminó de orar, descendió fuego del cielo y consumió el holocausto y los sacrificios, y la gloria del SEÑOR llenó el Templo. Tan lleno de su gloria estaba el Templo del SEÑOR que los sacerdotes no podían entrar en él. Al ver los israelitas que el fuego descendía y que la gloria del SEÑOR se posaba sobre el Templo, cayeron de rodillas al piso y, postrándose rostro en tierra, alabaron al SEÑOR diciendo: «Él es bueno; su gran amor perdura para siempre». Entonces el rey y todo el pueblo ofrecieron sacrificios en presencia del SEÑOR. El rey Salomón ofreció veintidós mil bueyes y ciento veinte mil ovejas. Así fue como el rey y todo el pueblo dedicaron el Templo de Dios.
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