Queridos hermanos, les ruego como a extranjeros y peregrinos en este mundo que se aparten de los deseos pecaminosos que combaten contra el alma. Mantengan entre los incrédulos una conducta tan ejemplar que, aunque los acusen de hacer el mal, ellos observen las buenas obras de ustedes y glorifiquen a Dios en el día de su visitación.
Sométanse por causa del Señor a toda autoridad humana, ya sea al rey como suprema autoridad o a los gobernadores que él envía para castigar a los que hacen el mal y reconocer a los que hacen el bien. Porque esta es la voluntad de Dios: que, practicando el bien, hagan callar la ignorancia de los insensatos. Eso es actuar como personas libres que no se valen de su libertad para encubrir su maldad, sino que viven como siervos de Dios. Den a todos el debido respeto: amen a los hermanos, teman a Dios, respeten al rey.
Siervos, sométanse con todo respeto a sus amos, no solo a los buenos y comprensivos, sino también a los insoportables. Porque es digno de elogio que, por causa de la conciencia ante Dios, se soporten las aflicciones, aun sufriendo injustamente. Pero ¿cómo pueden ustedes atribuirse mérito alguno si soportan que los maltraten por persistir en hacer el mal? En cambio, si sufren por hacer el bien, eso merece elogio delante de Dios. Para esto fueron llamados, porque Cristo sufrió por ustedes y les ha dado ejemplo para que sigan sus pasos.
«Él no cometió ningún pecado
ni hubo engaño en su boca».
Cuando proferían insultos contra él, no replicaba con insultos; cuando padecía, no amenazaba, sino que confiaba en aquel que juzga con justicia. Él mismo, en su cuerpo, llevó al madero nuestros pecados, para que muramos al pecado y vivamos para la justicia. Por sus heridas ustedes han sido sanados. Antes eran ustedes como ovejas descarriadas, pero ahora han vuelto al Pastor que cuida de sus vidas.