Así que Elías se fue a Sarepta. Al llegar a la puerta de la ciudad, encontró a una viuda que recogía leña. La llamó y le dijo: —Por favor, tráeme una vasija con un poco de agua para beber. Mientras ella iba por el agua, él volvió a llamarla y le pidió: —Tráeme también, por favor, un pedazo de pan. —Tan cierto como el SEÑOR tu Dios vive —respondió ella—, no me queda ni un pedazo de pan; solo tengo un puñado de harina en la tinaja y un poco de aceite en el jarro. Precisamente estaba recogiendo unos leños para llevármelos a casa y hacer una comida para mi hijo y para mí. ¡Será nuestra última comida antes de morirnos de hambre! —No temas —le dijo Elías—. Vuelve a casa y haz lo que pensabas hacer. Pero antes prepárame un panecillo con lo que tienes y tráemelo; luego haz algo para ti y para tu hijo. Porque así dice el SEÑOR, Dios de Israel: “No se agotará la harina de la tinaja ni se acabará el aceite del jarro, hasta el día en que el SEÑOR haga llover sobre la tierra”. Ella fue e hizo lo que había dicho Elías, de modo que cada día hubo comida para ella y su hijo, como también para Elías. Y tal como la palabra del SEÑOR lo había anunciado por medio de Elías, no se agotó la harina de la tinaja ni se acabó el aceite del jarro.
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