No se acordaron de su poder ni de cómo los rescató de sus enemigos. No recordaron las señales milagrosas que hizo en Egipto ni sus maravillas en la llanura de Zoán. Pues él convirtió los ríos en sangre, para que nadie pudiera beber de los arroyos. Envió grandes enjambres de moscas para que los consumieran y miles de ranas para que los arruinaran. Les dio sus cultivos a las orugas; las langostas consumieron sus cosechas. Destruyó sus vides con granizo y destrozó sus higueras con aguanieve. Dejó su ganado a merced del granizo, sus animales, abandonados a los rayos. Desató sobre ellos su ira feroz, toda su furia, su enojo y hostilidad. Envió contra ellos a un grupo de ángeles destructores. Se enfureció contra ellos; no perdonó la vida de los egipcios, sino que los devastó con plagas. Mató al hijo mayor de cada familia egipcia, la flor de la juventud en toda la tierra de Egipto. Pero guio a su propio pueblo como a un rebaño de ovejas; los condujo a salvo a través del desierto. Los protegió para que no tuvieran temor; en cambio, sus enemigos quedaron cubiertos por el mar. Los llevó a la frontera de la tierra santa, a la tierra de colinas que había conquistado para ellos. A su paso expulsó a las naciones de esa tierra, la cual repartió por sorteo a su pueblo como herencia y estableció a las tribus de Israel en sus hogares.
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