Pilato les preguntó: —Entonces, ¿qué hago con este hombre al que ustedes llaman rey de los judíos? —¡Crucifícalo! —le contestaron a gritos. —¿Por qué? —insistió Pilato—. ¿Qué crimen ha cometido? Pero la turba rugió aún más fuerte: —¡Crucifícalo! Entonces Pilato, para calmar a la multitud, dejó a Barrabás en libertad. Y mandó azotar a Jesús con un látigo que tenía puntas de plomo, y después lo entregó a los soldados romanos para que lo crucificaran. Los soldados llevaron a Jesús al patio del cuartel general del gobernador (llamado el pretorio) y llamaron a todo el regimiento. Lo vistieron con un manto púrpura y armaron una corona con ramas de espinos y se la pusieron en la cabeza. Entonces lo saludaban y se mofaban: «¡Viva el rey de los judíos!». Y lo golpeaban en la cabeza con una caña de junco, le escupían y se ponían de rodillas para adorarlo burlonamente. Cuando al fin se cansaron de hacerle burla, le quitaron el manto púrpura y volvieron a ponerle su propia ropa. Luego lo llevaron para crucificarlo. Un hombre llamado Simón, que pasaba por allí pero era de Cirene, venía del campo justo en ese momento, y los soldados lo obligaron a llevar la cruz de Jesús. (Simón era el padre de Alejandro y de Rufo). Y llevaron a Jesús a un lugar llamado Gólgota (que significa «Lugar de la Calavera»). Le ofrecieron vino mezclado con mirra, pero él lo rechazó. Después los soldados lo clavaron en la cruz. Dividieron su ropa y tiraron los dados para ver quién se quedaba con cada prenda. Eran las nueve de la mañana cuando lo crucificaron. Un letrero anunciaba el cargo en su contra. Decía: «El Rey de los judíos». Con él crucificaron a dos revolucionarios, uno a su derecha y otro a su izquierda.
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