Sin embargo, Pedro se levantó de un salto y corrió a la tumba para ver por sí mismo. Agachándose, miró hacia adentro y vio solo los lienzos de lino, vacíos; luego regresó a la casa, preguntándose qué habría ocurrido. Ese mismo día, dos de los seguidores de Jesús iban camino al pueblo de Emaús, a unos once kilómetros de Jerusalén. Al ir caminando, hablaban acerca de las cosas que habían sucedido. Mientras conversaban y hablaban, de pronto Jesús mismo se apareció y comenzó a caminar con ellos; pero Dios impidió que lo reconocieran. Él les preguntó: —¿De qué vienen discutiendo tan profundamente por el camino? Se detuvieron de golpe, con sus rostros cargados de tristeza. Entonces uno de ellos, llamado Cleofas, contestó: —Tú debes de ser la única persona en Jerusalén que no oyó acerca de las cosas que han sucedido allí en los últimos días. —¿Qué cosas? —preguntó Jesús. —Las cosas que le sucedieron a Jesús, el hombre de Nazaret —le dijeron—. Era un profeta que hizo milagros poderosos, y también era un gran maestro a los ojos de Dios y de todo el pueblo. Sin embargo, los principales sacerdotes y otros líderes religiosos lo entregaron para que fuera condenado a muerte, y lo crucificaron. Nosotros teníamos la esperanza de que fuera el Mesías que había venido para rescatar a Israel. Todo esto sucedió hace tres días. »No obstante, algunas mujeres de nuestro grupo de seguidores fueron a su tumba esta mañana temprano y regresaron con noticias increíbles. Dijeron que el cuerpo había desaparecido y que habían visto a ángeles, quienes les dijeron ¡que Jesús está vivo! Algunos de nuestros hombres corrieron para averiguarlo, y efectivamente el cuerpo no estaba, tal como las mujeres habían dicho. Entonces Jesús les dijo: —¡Qué necios son! Les cuesta tanto creer todo lo que los profetas escribieron en las Escrituras.
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