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Lamentaciones 3:22-66

Lamentaciones 3:22-66 NTV

¡El fiel amor del SEÑOR nunca se acaba! Sus misericordias jamás terminan. Grande es su fidelidad; sus misericordias son nuevas cada mañana. Me digo: «El SEÑOR es mi herencia, por lo tanto, ¡esperaré en él!». El SEÑOR es bueno con los que dependen de él, con aquellos que lo buscan. Por eso es bueno esperar en silencio la salvación que proviene del SEÑOR. Y es bueno que todos se sometan desde temprana edad al yugo de su disciplina: Que se queden solos en silencio bajo las exigencias del SEÑOR. Que se postren rostro en tierra, pues quizá por fin haya esperanza. Que vuelvan la otra mejilla a aquellos que los golpean y que acepten los insultos de sus enemigos. Pues el Señor no abandona a nadie para siempre. Aunque trae dolor, también muestra compasión debido a la grandeza de su amor inagotable. Pues él no se complace en herir a la gente o en causarles dolor. Si la gente pisotea a todos los prisioneros de la tierra, si privan a otros de sus derechos, desafiando al Altísimo, si tuercen la justicia en los tribunales, ¿acaso no ve el Señor todas estas cosas? ¿Quién puede ordenar que algo suceda sin permiso del Señor? ¿No envía el Altísimo tanto calamidad como bien? Entonces, ¿por qué nosotros, simples humanos, habríamos de quejarnos cuando somos castigados por nuestros pecados? En cambio, probemos y examinemos nuestros caminos y volvamos al SEÑOR. Levantemos nuestro corazón y nuestras manos al Dios del cielo y digamos: «Hemos pecado y nos hemos rebelado, y no nos has perdonado. »Nos envolviste en tu enojo, nos perseguiste y nos masacraste sin misericordia. Te escondiste en una nube para que nuestras oraciones no pudieran llegar a ti. Nos desechaste como a basura y como a desperdicio entre las naciones. »Todos nuestros enemigos se han pronunciado en contra de nosotros. Estamos llenos de miedo, porque nos encontramos atrapados, destruidos y arruinados». ¡Ríos de lágrimas brotan de mis ojos por la destrucción de mi pueblo! Mis lágrimas corren sin cesar; no pararán hasta que el SEÑOR mire desde el cielo y vea. Se me destroza el corazón por el destino de todas las mujeres de Jerusalén. Mis enemigos, a quienes nunca les hice daño, me persiguieron como a un pájaro. Me arrojaron a un hoyo y dejaron caer piedras sobre mí. El agua subió hasta cubrir mi cabeza y yo exclamé: «¡Este es el fin!». Pero desde lo profundo del hoyo, invoqué tu nombre, SEÑOR. Me oíste cuando clamé: «¡Escucha mi ruego! ¡Oye mi grito de socorro!». Así fue, cuando llamé, tú viniste; me dijiste: «No tengas miedo». Señor, has venido a defenderme; has redimido mi vida. Viste el mal que me hicieron, SEÑOR; sé mi juez y demuestra que tengo razón. Has visto los planes vengativos que mis enemigos han tramado contra mí. SEÑOR, tú oíste los nombres repugnantes con los que me llaman y conoces los planes que hicieron. Mis enemigos susurran y hablan entre dientes mientras conspiran contra mí todo el día. ¡Míralos! Estén sentados o de pie, yo soy el objeto de sus canciones burlonas. SEÑOR, dales su merecido por todo lo malo que han hecho. ¡Dales corazones duros y tercos, y después, que tu maldición caiga sobre ellos! Persíguelos en tu enojo y destrúyelos bajo los cielos del SEÑOR.