Por eso, es natural que no me crean cuando les digo la verdad. ¿Quién de ustedes puede, con toda sinceridad, acusarme de pecado? Y si les digo la verdad, ¿por qué, entonces, no me creen? Los que pertenecen a Dios escuchan con gusto las palabras de Dios, pero ustedes no las escuchan porque no pertenecen a Dios. —¡Samaritano endemoniado! —replicó la gente—. ¿No veníamos diciendo que estabas poseído por un demonio? —No —dijo Jesús—, no tengo ningún demonio. Pues yo honro a mi Padre; en cambio, ustedes me deshonran a mí. Y, aunque no tengo ninguna intención de glorificarme a mí mismo, Dios va a glorificarme y él es el verdadero juez. Les digo la verdad, ¡todo el que obedezca mi enseñanza jamás morirá! —Ahora estamos convencidos de que estás poseído por un demonio —dijo la gente—. Hasta Abraham y los profetas murieron, pero tú dices: “¡El que obedezca mi enseñanza nunca morirá!”. ¿Acaso eres más importante que nuestro padre Abraham? Él murió, igual que los profetas. ¿Tú quién te crees que eres? Jesús contestó: —Si yo buscara mi propia gloria, esa gloria no tendría ningún valor, pero es mi Padre quien me glorificará. Ustedes dicen: “Él es nuestro Dios”, pero ni siquiera lo conocen. Yo sí lo conozco; y si dijera lo contrario, ¡sería tan mentiroso como ustedes! Pero lo conozco y lo obedezco. Abraham, el padre de ustedes, se alegró mientras esperaba con ansias mi venida; la vio y se llenó de alegría. Entonces la gente le dijo: —Ni siquiera tienes cincuenta años. ¿Cómo puedes decir que has visto a Abraham? Jesús contestó: —Les digo la verdad, ¡aun antes de que Abraham naciera, YO SOY! En ese momento, tomaron piedras para arrojárselas, pero Jesús desapareció de la vista de ellos y salió del templo.
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